Allí estaba yo con aquella extraña flor en el ojal de mi americana. Di un paso hacia adelante. Extendí lentamente mi brazo derecho con el dedo índice estirado y lentamente pulsé el botón. Nada ocurrió en principio. Mientras esperaba me sobrevinieron a la cabeza un torrente de imágenes y momentos transcurridos durante aquel frenético fin de semana.
Nunca olvidaré la tarde de aquel viernes. El último del mes. Estaba a punto de salir de la oficina. Comprobaba el correo electrónico para dejar todo listo antes del fin de semana y el merecido descanso. La semana había sido dura. Y pensaba estar todo el sábado en casa descansando.
Comprobé con satisfacción que todo estaba correcto, y justo en el instante en que el cursor del ratón se dirigía a la X roja para cerrar el navegador, un nuevo mensaje llegó a la bandeja de entrada.
Su remitente era desconocido, algo que me extrañó y me intrigó a partes iguales.
Nunca debí pulsar el botón izquierdo del ratón y leer el contenido de aquella electrónica misiva. Pero lo que leí en aquel correo no podía dejar a nadie indiferente.
Quien se escondiera tras su autoría invitaba al lector a participar de un siniestro juego a contrarreloj. Se trataba de encontrar una serie de piezas necesarias para la resolución de un enigma, un extraño juego de pistas a resolver en las próximas veinticuatro horas.
Desde que era pequeño me habían apasionado las novelas de misterio y las películas de detectives por lo que el reto que se me presentaba por delante fue para mí absolutamente irrechazable.
Decidido a comenzar salí atropelladamente de la oficina. Trataba de calzarme el abrigo mientras bajaba las empinadas escaleras que dan acceso a la entrada principal del edificio donde radica la empresa que me empleaba. Con el apresuramiento trastabillé y casi doy de bruces contra el suelo antes de llegar a mi ciclomotor estacionado en el aparcamiento contiguo.
Una vez a lomos de mi montura con motor de dos tiempos, surqué las avenidas a toda la velocidad que esta me permitía en dirección al parque del Oeste, el lugar de mi primera prueba.
El parque era una especie de jardín botánico que albergaba multitud de especies vegetales de diversos lugares del mundo. Era tarde y el recinto cerraría en breves instantes por lo que disponía de poco tiempo para realizar mi búsqueda. Según el correo, en este lugar se encontraba una inusual especie de orquídea muy rara y difícil de encontrar por las particulares condiciones necesarias para su crecimiento. Se trataba de la Epipogium aphyllum o también conocida como la orquídea fantasma. Una extraña flor que solo se encuentra en lugares recónditos de latitudes septentrionales.
Deambulé por los senderos de tierra batida de un extremo a otro del parque en una frenética e infructuosa búsqueda, y cuando estaba por darme por vencido, como por arte de magia, me topé de frente con la rara flor que trepada por el tronco de un sicomoro situado cerca de una de las puertas del recinto.
La cosa era sencilla. Tan solo tenía que apoderarme de una de estas flores y colocarla en el ojal de mi chaqueta. Así rezaban las instrucciones. De modo que extremé las precauciones, me cercioré de que nadie pudiera verme y raudo corté una de aquellas preciosas flores.
Pasados escasos minutos ya estaba de nuevo subido a mi ciclomotor en dirección al siguiente emplazamiento.
El lugar a donde debía dirigirme en esta ocasión era una vieja parroquia situada en uno de los barrios aledaños al río. Según el mensaje, mi misión consistía en dirigirme al confesionario y confesarme ante el párroco. Sólo tras una confesión verdadera y de corazón obtendría del sacerdote un mensaje cifrado que debía dirigirme al siguiente lugar, donde además se cerraría el círculo y la búsqueda tendría su fin.
Cuando llegué a la vieja parroquia ya era noche cerrada. La plazuela donde se hallaba la fachada principal y acceso al edificio estaba desierta. De manera repentina un viento frío comenzó a soplar dejándome helado hasta los huesos, así que aceleré mis pasos y me precipité al interior del templo.
Dentro estaba oscuro, solo iluminado por un centenar de pequeñas velas. Un fuerte olor a incienso inundaba el lugar dándole un halo místico y a la vez misterioso que invitaba a la introspección.
Caminé despacio por la nave central mirando en todas direcciones en busca del confesionario. Finalmente lo encontré al fondo de una de las naves laterales. Me dirigí hacia el lugar y una vez allí, me senté en el pequeño bando de madera que había en su interior. Esperé un poco y un instante después, la portezuela que comunicaba ambos espacios se abrió dejando entrever una silueta tras la celosía. No escuché ninguna voz, pero sabía que había alguien allí detrás, así que comencé a hablar.
Al principio no sabía muy bien qué decir, así que mi desordenado discurso se andaba por las ramas en un ininteligible circunloquio hasta que poco a poco y ante el sepulcral silencio de mi interlocutor comprendí que era necesario sincerarme si quería resolver aquel misterio. Entonces hice de tripas corazón, cerré los ojos y miré al interior de mi alma. Busqué aquello que había sepultado en la memoria de manera inconsciente como solemos hacer para poder dejar atrás aquello que nos es doloroso o traumático y poder seguir hacia adelante. Una vez lo encontré, mi boca comenzó a verbalizarlo. Por primera vez en mi vida podía oír de mi propia voz aquel terrible testimonio de mi juventud que hasta este momento había pretendido soterrar y dejar en el olvido.
Cuando terminó mi confesión la persona que se hallaba al otro lado habló. Su voz era suave y tranquila. Me dijo que podía descansar en paz pues recibiría el perdón del divino rematando su frase con un galimatías que no entendí al principio. Acto seguido la portezuela se cerró de golpe y porrazo y me quedé solo en la oscuridad de aquel lugar.
Salí pensativo y cavilando de la iglesia sin tener muy claro qué hacer a continuación. Me dirigía a mi ciclomotor repitiendo en mi cabeza la críptica expresión con la que el sacerdote había concluido nuestra charla.
No paraba de dar vueltas al asunto mientras deambulaba por la ciudad dormida surcando la madrugada a través de sus desiertas avenidas. Llevaba así al menos una hora cuando de repente, mientras esperaba el cambio de semáforo en un cruce, la solución apareció súbitamente delante de mí.
En uno de los edificios que se encontraban frente a mí, al otro lado de la calle podía verse un enorme cartel publicitario que cubría toda la fachada. El anuncio era algo confuso pero una mirada atenta ayudaba a develar el mensaje que se encontraba oculto en él y que mostraba la ubicación de un lugar: el club 48. Sin duda, aquel era el destino final de mi búsqueda.
Había oído hablar de aquel sitio. Sabía que había un lugar en la ciudad donde acontecían fabulosas fiestas y eventos de carácter exclusivo, un establecimiento vedado a la mayoría de la gente. Un club selecto al que no cualquiera podía acceder, ni siquiera encontrarlo pues solo los que formaban parte de él conocían su ubicación. Un lugar que definitivamente no era para mí, un pobre oficinista sin más aspiraciones que sobrevivir en esta vida moderna. Sin embargo, el destino me había ofrendado con esta gloriosa oportunidad: la ocasión de escapar de mi anodina existencia y pasar a formar parte de algo especial, algo que quizá me abriese las puertas a otros caminos posibles. Una irresistible emoción embargó todo mi cuerpo y decidí que debía aferrarme a esta oportunidad.
Estaba amaneciendo, la frenética investigación me había tenido horas en vela y de un lado para otro así que estaba realmente agitado, pero la incertidumbre y la emoción de haber logrado descifrar el enigma me mantenían con las fuerzas suficientes como para desvelar de una vez por todas aquel entuerto. Ardía en deseos de encontrar aquel lugar fabuloso y de conocer a quien me había invitado a participar en esta especie de rito iniciático. De modo que me coloqué el casco, encendí el motor y dirigí mi vehículo hacia las afueras de la ciudad.
De pronto, la puerta se entreabrió lentamente. Di un paso hacia adelante y tras el umbral pude observar un felpudo donde podía leerse: Bienvenido al club 48.
Siempre quise entrar en el exclusivo club 48, así que crucé el umbral y accedí al interior.





