Todo en el barrio estaba cambiando, apenas podían reconocerse ya los lugares más emblemáticos, las tiendas y almacenes de toda la vida habían ido dejando paso a nuevos comercios con sus flamantes ofertas y sus rótulos coloridos de marcas de procedencia extranjera.
El vecindario también había cambiado con evidente ambivalencia pues, por un lado la mayoría de las familias que lo habitaron habían acabado mudándose ante circunstancias de diversa índole y por otro, aquellas que aún permanecían en el barrio que también habían cambiado pues el paso del tiempo había dejado huella evidente en ellos.
Recorrí paseando la calle principal alrededor de la cual se distribuía la barriada. Me dirigía a la casa familiar, pero allí no esperaba familia alguna. Por desgracia, hacía tiempo que allí no vivía nadie. Mi madre nos dejó hace años y mis ojos de niño habían ido observando el desfile de mis hermanos y hermanas mayores abandonando el hogar para intentar prosperar cada cual más lejos, mientras yo, en silencio, aguardaba con ansia mi turno. Por último quedó mi padre, al cual abandoné cuando cumplí los diecisiete. Los estudios no eran lo mío y nuestra relación había ido enfriándose tras la muerte de mi madre y la paulatina desaparición del resto de sus hijos.
Mi padre, o al menos lo que conocí de él, era un hombre absorbido por su trabajo. Su vida se ceñía a trabajar, dormir y comer, pues nunca tenía tiempo para más y jamás le vi interesarse por afición alguna, o frecuentar los baches y cafés como hacían los hombres del barrio para beber, bromear y jugar al dominó. Por este motivo yo le despreciaba. Pensaba en mis delirios de grandeza juvenil que la miel no está hecha para el paladar del burro y ardía yo en deseos de escapar de aquel establo que era mi vida. Así que en cuanto tuve la oportunidad salí de allí como alma que lleva el diablo y sin volver la vista atrás me marché a la gran ciudad con la cabeza llena de ilusiones y proyectos y el corazón henchido por esa incontenible emoción adolescente. Jamás, desde entonces, volví a visitar este lugar, ni siquiera mi mente regresó por un segundo a estas calles durante todos estos años.
La muerte de mi padre me trajo de regreso a este lugar. El último lazo que podría haberme unido a este sitio se había extinguido definitivamente, por lo que la visita adquiría un tono de despedida doble: La del pariente que comienza su viaje al más allá. Y la mía propia pues ya nunca más regresaré a los lugares de mi infancia, por lo que esta conexión se perderá para siempre.
La vieja casa familiar se encontraba prácticamente vacía. Mis dos hermanas se habían hecho cargo de desalojarla y recoger los pocos enseres que allí quedaban para dejarla lista a la espera de resolver el futuro uso de la vivienda. Esto sería tema central de una futura reunión con mis hermanos y hermanas, algo que se me antojaba angustioso por el tema y por los asistentes.
Andaba yo absorto en estas cavilaciones cuando mis pasos me llevaron sin quererlo a la habitación de mis padres. Allí el paso del tiempo parecía haberse detenido en un momento indefinido hace treinta años. Aún podía percibirse el olor del perfume de mi madre, como si aquella fragancia hubiera impregnado la habitación tan intensamente que ya formara parte de su propia arquitectura.
Este era el único lugar de la casa que había permanecido intacto y no había sido profanado por mis hermanas en el trasiego de los días anteriores.
A mi padre lo encontraron muerto en la casa. Al parecer la muerte le sobrevino de repente. Se encontraba en su pequeño escritorio y sobre el falleció. Cuando los agentes policiales procedieron al levantamiento del cuerpo descubrieron que se hallaba escribiendo una carta.
Me encontraba frente a la mesita que hacía las veces de escritorio, tomé asiento y encendí la lamparita pues los últimos rayos de sol anunciaban el ocaso dejando el interior de la casa en una penumbra cada vez más intensa. Había un cajón entreabierto que llamó rápidamente mi atención. Agarré el tirador y lo terminé de abrir para ver su contenido. En su interior había una carpetilla de esas azules con tiras de goma para el cierre. La extraje con cuidado pues su interior estaba repleto de papeles. Pensé que alguien habría pasado por alto el cajón, pues el resto de la casa había sido ya prácticamente vaciada, y esta carpeta repleta de cartas había quedado ocultas al fondo de aquel cajón.
Tomé una de las hojas. Para empezar me impresionó su caligrafía que era excelente como la de la mayoría de personas de la generación de mi padre. Una letra fina y espigada que daba gusto leer. Se trataba de una carta dedicada a mi madre. Debía ser de sus años de noviazgo. En ella relataba un periplo oceánico. Al parecer se hallaba enrolado en un barco pesquero que les conducía a él y la tripulación a las costas sudafricanas en busca de sus preciadas capturas. Describía con bastante buena pluma, algo que me sorprendió sobremanera, todas las maravillas que podía experimentar en aquellos exóticos lugares. Explicaba las costumbres y gustos de sus gentes. Describía con detalle el agreste paisaje y la relación con el entorno de los lugareños. Y relataba con pasión el ansia incontrolable que le corroía al no poder estar cerca de su enamorada.
En otra de las cartas se narraba otro viaje, esta vez por Europa cuando fue llamado a filas y tuvo que incorporarse para participar de primera mano en la guerra que asolaba de nuevo al viejo continente. En esta misiva describía las atrocidades y barbarie del conflicto armado. Cómo el ser humano puede verse rebajado a la más brutal de las crueldades en una escenario de desesperanzado apocalipsis, donde lo único que importa es sobrevivir a cualquier precio, aunque sea la propia humanidad. Las reflexiones que pude leer en aquella carta me dejaron pasmado pues jamás hubiera podido yo imaginar la profundidad de los pensamientos de mi padre.
En otra de las cartas respondía a mi madre ante la noticia del nacimiento de su primer hijo, mi hermano el mayor. Mis recuerdos de su relación están salpicados de peleas y riñas. Mi hermano llegó a enfrentarse a él en una ocasión, esto horadó un profundo precipicio entre ellos que jamás fue superado por ninguno de los dos. Sin embargo esta carta poseía un tono conmovedor. Inundado de alegría manifestaba su emoción por el nacimiento de su primogénito a quien ardía en deseos de conocer cuanto antes. Se encontraba en aquella ocasión en las islas, pero la ansiada buena nueva haría que anticipase su regreso. La lectura de esta carta me emocionó a mi también pues de alguna forma me acercaba a estos dos familiares tan ajenos a mí durante toda mi vida.
Continué leyendo con fruición, pues la capacidad literaria de mi padre era algo fascinante cuyo valor aumentaba por el desconocimiento previo que yo tenía de la misma.
En sus cartas recorrí el mundo, pues en su juventud, mi padre no dejó rincón alguno por conocer por diferentes motivos. Constaté cómo las vicisitudes de la vida habían fraguado poco a poco el verdadero carácter de mi padre tan opuesto al que yo le supuse durante toda mi vida y que tan solo ahora comenzaba yo a atisbar.
Conocí de su puño y letra la felicidad y el cariño que había puesto en esta familia por la que había dado todo, incluso su propia esencia. Una apuesta vital, sin reservas que le había confinado en esta pequeña localidad y que lentamente lo había ido apagando hasta no dejar de él más que una difusa sombra del hombre que fue una vez.
Había pasado varias horas encaramado al escritorio, leyendo con avidez cada una de las cartas que conformaban aquella correspondencia sin destinatario. Cuando llegué a la última. La carta cuarenta y ocho era una carta de despedida. Una carta inconclusa por funestos motivos ya que es la que se encontraba escribiendo cuando le sobrevino la muerte.
Es como si mi padre quisiera aquí despedirse de sí mismo de manera epistolar. En su lectura pude asistir a la renuncia de su propio pasado. La caída en desgracia de un hombre devorado por el sin sentido de la vida cotidiana. La desesperanza de quien ha perdido ya la fe en toda posibilidad de escape. Quien aguarda el advenimiento de la parca alojado en una especie de muerte en vida.
La lectura de esta última carta me dejó devastado y sumido en un profundo desasosiego.
Aquellas cartas describían con profuso detalle las interioridades de un hombre al que yo consideré vacío por dentro y que en verdad albergaba una riquísima y curiosa mirada del mundo.
Las cartas que escribió mi padre me hicieron sentir pena por él, pero también por mí que experimentaba ahora la impotencia de no haber conocido realmente a aquel hombre.
Las cartas de mi padre hablaban por él. Decían todo aquello que jamás pronunciaron sus labios, enmudecidos por el maltrato al que la vida le había sometido recluyéndolo en su prisión de anodina cotidianidad.
Las cuarenta y ocho cartas que mi padre escondió fueron el mejor regalo que pudo hacerme, pues gracias a ellas logré conocerlo y alojarlo al fin en el lugar que merecía en mi corazón.