Zéjel
No me vayáis a reñir
Que si parece un cuarteto,
Porque en verdad os prometo
Que lo acabo de escribir.
Hoy quiero aquí recordar
una estrofa singular
que el tiempo intentó olvidar,
pero hoy vuelve a revivir…
No me vayáis a reñir
Que si parece un cuarteto,
Porque en verdad os prometo
Que lo acabo de escribir
El Zéjel es una poesía
del tiempo de la morería
que el buen shaeir
componía,
y gozaba el alfaquí…
No me vayáis a reñir
Que si parece un cuarteto,
Porque en verdad os prometo
Que lo acabo de escribir
El juglar era el artista
siendo el músico y letrista
dejando la pieza lista,
para poderla lucir…
No me vayáis a reñir
Que si parece un cuarteto,
Porque en verdad os prometo
Que lo acabo de escribir.
El cuento de nunca acabar.
Al despertarse no recordaba absolutamente nada. Poco a poco fue recordando quien era, pero no conseguía visualizar lo acontecido antes de que todo se volviera negro. Se puso de pie, se incorporó y miró en derredor el extenso páramo. Giró la cabeza y vio un inmenso muro de piedra que se extendía hasta perderse en lontananza.
Pensó que quizá al otro lado pudiera encontrar las cosas de su pasado que no podía recordar, así que se acercó al muro y lo miró como absorto.
La tapia era realmente alta, tanto que hubiese sido imposible trepar por ella. Además su superficie era perfectamente lisa, sin hendiduras ni posibles asideros. Así que ni intentó subir.
Luego pensó en derrumbarlo pero desistió, obviamente el muro era inamovible.
Así que finalmente decidió caminar pegado al muro para ver si más allá, en alguna dirección podía encontrar una entrada.
Comenzó a andar. Y siguió andando. La más larga caminata que recordaba. Horas y horas; un día y su noche. Y al amanecer otro día nuevo.
Por fin, decidió que no podía más y exhausto ya de caminar, con el ánimo agotado, se dejó caer sobre el muro para reposar. En ese preciso instante, éste pareció ceder permitiéndole el acceso a la otra parte, pero con tan mala fortuna que cayó de espaldas al otro lado, se propinó un golpe en la cabeza y yació inconsciente...
Amanece una gélida mañana de invierno. Es el primero de diciembre y el viento del norte aparece de imprevisto acompañando al todavía tímido sol matutino. La luz tenue y parpadeante destila reflejos de colores suaves.
El naranja va clareando hasta descubrir tras unas nubes, el inmenso y límpido cielo azul del nuevo día.
Lentamente, con la parsimonia de la cotidianidad, la ciudad comienza a despertar. Las farolas de la calle se apagan al unísono en contraste con las pequeñas luces que aparecen tras las ventanas de los edificios en cuyo interior, aún reinan las tinieblas de la noche oscura. La urbe se despereza y saca a las callejas a los primeros transeúntes que con paso rápido y decidido se dirigen hacia sus menesteres diarios trazando sendas invisibles, dibujando itinerarios tortuosos por el plano de la ciudad, como si la sangre fluyera y refluyera por las venas y arterias de un cuerpo recién despertado de su letargo. Y es que esta ciudad es como un ser viviente. Está animada en su totalidad por un cúmulo de actividades que en frenética sintonía dotan de vida a este gigantesco y pétreo ente.
Desde las doradas cúpulas de la vieja catedral, los ojos azulados como zafiros de una cigüeña contemplan con solemne majestuosidad la creciente ebullición de la actividad urbana, que como si de una coreografía se tratase, se articula metódicamente en un movimiento incesante. Es también su hora y acuciada por un instinto ancestral, emprende el vuelo hacia el Sol que comienza a arder como el ojo del cielo...