Amanece una gélida mañana de invierno. Es el primero de diciembre y el viento del norte aparece de imprevisto acompañando al todavía tímido sol matutino. La luz tenue y parpadeante destila reflejos de colores suaves. El naranja va clareando hasta descubrir tras unas nubes, el inmenso y límpido cielo azul del nuevo día.
Lentamente, con la parsimonia de la cotidianidad, la ciudad comienza a despertar. Las farolas de la calle se apagan al unísono en contraste con las pequeñas luces que aparecen tras las ventanas de los edificios en cuyo interior, aún reinan las tinieblas de la noche oscura. La urbe se despereza y saca a las callejas a los primeros transeúntes que con paso rápido y decidido se dirigen hacia sus menesteres diarios trazando sendas invisibles, dibujando itinerarios tortuosos por el plano de la ciudad, como si la sangre fluyera y refluyera por las venas y arterias de un cuerpo recién despertado de su letargo. Y es que esta ciudad es como un ser viviente. Está animada en su totalidad por un cúmulo de actividades que en frenética sintonía dotan de vida a este gigantesco y pétreo ente.
Desde las doradas cúpulas de la vieja catedral, los ojos azulados como zafiros de una cigüeña contemplan con solemne majestuosidad la creciente ebullición de la actividad urbana, que como si de una coreografía se tratase, se articula metódicamente en un movimiento incesante. Es también su hora y acuciada por un instinto ancestral, emprende el vuelo hacia el Sol que comienza a arder como el ojo del cielo...
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