jueves, 30 de mayo de 2019


Esperando un tren…


Había una vez un viejo apeadero de trenes cercano a una perdida localidad en el agreste interior del país. Esta  era una solitaria parada de postas por la que tan solo pasaban algunos trenes de cuando en cuando. Cuando fue construida, se esperaba que fuera de gran utilidad para las comunicaciones a lo largo y ancho del territorio. Pero la posterior construcción de una nueva línea ferroviaria que seguía la costa y conectaba el norte y el sur del país mucho más rápidamente, acabó por relegarla al olvido y cayó casi en el completo desuso.

En aquella pequeña estación trabajaba un guardagujas llamado Pedro Zúñiga que era la persona encargada de realizar todas las tareas de aquel destartalado apeadero. De hecho, era la única persona que trabaja allí, y hacía las funciones de guardagujas, oficinista, vendedor de billetes y mozo de la limpieza, y en definitiva, todos los quehaceres que fueran necesarios para el mantenimiento de la estación. Y había estado realizando este trabajo durante diez años, desde que fue destinado a este puesto y se trasladó desde una de las grandes ciudades de la costa.

Una calurosa tarde de un viernes de verano, cuando andaba barriendo el andén principal, Pedro Zúñiga se percató de una figura que permanecía sentada en un banco, allá al fondo del andén. Al acercarse un poco, pudo comprobar que se trataba de un anciano. El anciano vestía un elegante traje marrón, perfectamente planchado y sin ni una sola arruga. Calzaba unos zapatos negros relucientes y sorprendentemente limpios, pues los caminos que llevaban desde el pueblo a la estación no estaban pavimentados, eran senderos de tierra que levantaban gran polvareda con el mínimo rastro de viento. Sobre sus piernas descansaba una pequeña maleta de cuero. Coronaba su cabeza un sombrero gris que le servía para protegerse del sol estival.

Pedro Zúñiga sintió una repentina y aguda curiosidad por aquello, pues sabía que aquel día  solo pasaría un tren y para eso faltaban aún algunas horas. Además, ese era un tren que transportaba mercancías procedentes de la costa hacia la capital. Pedro andaba barriendo, con un ojo puesto en aquel anciano y dándole vueltas a estas ideas en la cabeza, cuando súbitamente se oyó la campanilla de la puerta principal, lo que indicaba que alguien había llegado. Esto lo apartó de sus cavilaciones y se fue a atender al chico del correo que traía correspondencia como de costumbre. Y hoy, como de costumbre, no traía nuevas.

Pasada una hora, cuando Pedro Zúñiga volvió a acordarse del anciano del andén, el tren procedente de la costa ya había pasado y el anciano había desaparecido también. Así que Pedro Zúñiga continuó a lo suyo sin dar mayor importancia a aquel asunto.

La sorpresa fue cuando el siguiente viernes aquel anciano volvió a aparecer, sentado en el mismo lugar de la misma guisa que la semana anterior. En aquella ocasión Pedro Zúñiga no puedo reprimir su curiosidad y se decidió a preguntarle:

-          ¿Espera algún tren, caballero? Preguntó cortésmente. Al oírle el anciano giró la cabeza muy lentamente y sin inmutarse, ni alterar el gesto contestó:

-          Sí, espero mi tren.

Pedro sabía que no pasaría tren alguno aquella tarde, por lo que insistió:

-          Pero señor, hoy no pasaran más trenes, debe haberse equivocado.

El anciano volvió a mirar a Pedro, inmutable, sin gesticulación alguna y respondió:

-          Mi tren llegará.

Este fue el fin de la conversación. Lo dijo de una manera tan firme y segura que Pedro Zúñiga no pudo más que encogerse de hombros, darse la vuelta y alejarse del solitario anciano.

Así, durante aquel tórrido verano, tarde tras tarde, cada viernes, Pedro Zúñiga realizaba sus tareas en el viejo apeadero: venta de billetes, recogido de la correspondencia, limpieza y  mantenimiento; siempre en la silenciosa y ausente compañía  de aquel extraño anciano.

Pasaron así las semanas y con ellas el verano, y de esta manera, el último viernes de septiembre Pedro Zúñiga se extrañó al no ver al anciano. Aquel fue un viernes anómalo en la vieja y olvidada estación pues, a causa de un desvío provocado por la caída de unos árboles sobre las vías, por primera vez en semanas, un tren de pasajeros pararía a repostar en el viejo apeadero en su trayecto hacia la capital.

Sonó el silbato desde la locomotora. El tren estaba listo para partir. Pedro Zúñiga, desde la palanca de cambio de vías observaba que todo estuviera listo para dar permiso de salida al maquinista, cuando a lo lejos observó que uno de los vagones de la parte final del tren se amontaba un grupo de personas que se afanaban en izar una pesada caja al vagón. Al acercarse pudo ver que se trataba de una gran caja y apreció que era un ataúd. Se acercó aún más para echar un vistazo y una mano si fuera preciso, en el momento en que la caja se le escurría de las manos a uno de los portadores de modo que estuvo a punto de caer al suelo. Presto y veloz Pedro Zúñiga agarró la carga sin poder evitar que la tapa se desprendiera y su interior quedara parcialmente al descubierto. De soslayo, Pedro Zúñiga, el guardagujas de la lejana y solitaria estación pudo ver que en su interior se encontraba un rostro familiar…

Y pudo comprender tristemente que al final, el ansiado tren que el anciano anhelaba por fin había llegado.


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