Esperando un tren…
Había una vez un viejo apeadero de trenes cercano a una
perdida localidad en el agreste interior del país. Esta era una solitaria parada de
postas por la que tan solo pasaban algunos trenes de cuando en cuando. Cuando
fue construida, se esperaba que fuera de gran utilidad para las comunicaciones
a lo largo y ancho del territorio. Pero la posterior construcción de una nueva
línea ferroviaria que seguía la costa y conectaba el norte y el sur del país
mucho más rápidamente, acabó por relegarla al olvido y cayó casi en el completo
desuso.
En aquella pequeña estación trabajaba un guardagujas llamado
Pedro Zúñiga que era la persona encargada de realizar todas las tareas de aquel
destartalado apeadero. De hecho, era la única persona que trabaja allí, y hacía
las funciones de guardagujas, oficinista, vendedor de billetes y mozo de la
limpieza, y en definitiva, todos los quehaceres que fueran necesarios para el
mantenimiento de la estación. Y había estado realizando este trabajo durante diez
años, desde que fue destinado a este puesto y se trasladó desde una de las
grandes ciudades de la costa.
Una calurosa tarde de un viernes de verano, cuando andaba
barriendo el andén principal, Pedro Zúñiga se percató de una figura que
permanecía sentada en un banco, allá al fondo del andén. Al acercarse un poco,
pudo comprobar que se trataba de un anciano. El anciano vestía un elegante
traje marrón, perfectamente planchado y sin ni una sola arruga. Calzaba unos
zapatos negros relucientes y sorprendentemente limpios, pues los caminos que
llevaban desde el pueblo a la estación no estaban pavimentados, eran senderos
de tierra que levantaban gran polvareda con el mínimo rastro de viento. Sobre
sus piernas descansaba una pequeña maleta de cuero. Coronaba su cabeza un
sombrero gris que le servía para protegerse del sol estival.
Pedro Zúñiga sintió una repentina y aguda curiosidad por
aquello, pues sabía que aquel día solo
pasaría un tren y para eso faltaban aún algunas horas. Además, ese era un tren
que transportaba mercancías procedentes de la costa hacia la capital. Pedro
andaba barriendo, con un ojo puesto en aquel anciano y dándole vueltas a estas
ideas en la cabeza, cuando súbitamente se oyó la campanilla de la puerta
principal, lo que indicaba que alguien había llegado. Esto lo apartó de sus
cavilaciones y se fue a atender al chico del correo que traía correspondencia
como de costumbre. Y hoy, como de costumbre, no traía nuevas.
Pasada una hora, cuando Pedro Zúñiga volvió a acordarse del
anciano del andén, el tren procedente de la costa ya había pasado y el anciano
había desaparecido también. Así que Pedro Zúñiga continuó a lo suyo sin dar
mayor importancia a aquel asunto.
La sorpresa fue cuando el siguiente viernes aquel anciano
volvió a aparecer, sentado en el mismo lugar de la misma guisa que la semana
anterior. En aquella ocasión Pedro Zúñiga no puedo reprimir su curiosidad y se
decidió a preguntarle:
-
¿Espera algún tren, caballero? Preguntó
cortésmente. Al oírle el anciano giró la cabeza muy lentamente y sin inmutarse,
ni alterar el gesto contestó:
-
Sí, espero mi tren.
Pedro sabía que no pasaría tren alguno aquella tarde, por lo
que insistió:
-
Pero señor, hoy no pasaran más trenes, debe
haberse equivocado.
El anciano volvió a mirar a Pedro, inmutable, sin gesticulación
alguna y respondió:
-
Mi tren llegará.
Este fue el fin de la conversación. Lo dijo de una manera
tan firme y segura que Pedro Zúñiga no pudo más que encogerse de hombros, darse
la vuelta y alejarse del solitario anciano.
Así, durante aquel tórrido verano, tarde tras tarde, cada
viernes, Pedro Zúñiga realizaba sus tareas en el viejo apeadero: venta de
billetes, recogido de la correspondencia, limpieza y mantenimiento; siempre en la silenciosa y
ausente compañía de aquel extraño
anciano.
Pasaron así las semanas y con ellas el verano, y de esta
manera, el último viernes de septiembre Pedro Zúñiga se extrañó al no ver al
anciano. Aquel fue un viernes anómalo en la vieja y olvidada estación pues, a
causa de un desvío provocado por la caída de unos árboles sobre las vías, por
primera vez en semanas, un tren de pasajeros pararía a repostar en el viejo
apeadero en su trayecto hacia la capital.
Sonó el silbato desde la locomotora. El tren estaba listo
para partir. Pedro Zúñiga, desde la palanca de cambio de vías observaba que
todo estuviera listo para dar permiso de salida al maquinista, cuando a lo
lejos observó que uno de los vagones de la parte final del tren se amontaba un
grupo de personas que se afanaban en izar una pesada caja al vagón. Al acercarse
pudo ver que se trataba de una gran caja y apreció que era un ataúd. Se acercó
aún más para echar un vistazo y una mano si fuera preciso, en el momento en que
la caja se le escurría de las manos a uno de los portadores de modo que estuvo
a punto de caer al suelo. Presto y veloz Pedro Zúñiga agarró la carga sin poder
evitar que la tapa se desprendiera y su interior quedara parcialmente al
descubierto. De soslayo, Pedro Zúñiga, el guardagujas de la lejana y solitaria
estación pudo ver que en su interior se encontraba un rostro familiar…
Y pudo comprender tristemente que al final, el ansiado tren
que el anciano anhelaba por fin había llegado.

Fantástico. Me ha encantado!
ResponderEliminarMe lo guardo en favoritos!
Gracias Juande
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